Ser o no ser, esa es la cuestión, se cuestiona Hamlet, príncipe de Dinamarca, personaje emblema de la obra de William Shakespeare. Cambiar o no cambiar, esa es la cuestión, se pregunta el planeta fútbol que parece dispuesto a patear el tablero de la mano del presidente de la FIFA, Gianni Infantino, y su idea de que los Mundiales se jueguen cada dos años. De ahí su reciente gira exprés por Sudamérica, con visitas protocolares y sonrisas de cartulina, en busca de conseguir apoyo en el momento en que la propuesta sea mocionada entre los dirigentes de la multinacional de la pelota antes de fin de año.
¿Hay que estar a favor o hay que estar en contra de la idea de Infantino? Antes de opinar primero vale trazar un escenario. Y ese escenario tiene que ver con una pugna de poder para ver quién es el que definitivamente toma la sarten por el mango. Es que la FIFA poco a poco fue perdiendo influencia a manos de los clubes. Y no justamente de los clubes de barrio, sino de los gigantes de Europa, algunos todavía asociaciones sin fines de lucro súper eficientes, otros en forma de sociedades anónimas ultracapitalistas y otras con estados como respaldo como los casos de Paris Saint-Germain (Qatar), Manchester City (Emiratos Árabes Unidos) y desde hace un ratito Newcastle (Arabia Saudita).
Los más poderosos, hoy, son ellos. Son los propietarios de los mejores jugadores y lo que no paran de facturar en este mundo globalizado donde a fuerza del influjo de la televisión, los videojuegos y las redes sociales se encuentran pibes que saben de memoria cómo forma y hasta el color de la tercera camiseta alternativa del PSG de Leo Messi y desconocen quién es el cuatro suplente del equipo que su padre, madre, tío, tía o abuelo les dejó como herencia (a veces, muy pesada herencia). Y no por el amor a los colores, sino por la diferencia que hay entre el fútbol vistoso de clase mundial y el fútbol en vías de desarrollo de cualquier liga de un país (también) en vías de desarrollo que no puede retener a sus figuras y arma campeonatos que mezclan centennials con el último furgón de carga de la generación X.
En ese escenario, con la FIFA mirando desde el costado cómo los clubes se hicieron dueños de la pelota, aparece la figura de un Infantino, un estadista en estas cuestiones del negocio redondo, que percibe que la única manera de recuperar el poder es a través de la realización de Mundiales cada dos años.
Si se jugara un Mundial cada 24 meses, Messi tendría más chances de ganarlo. Pero, ¿sería conveniente para su carrera? (Photo by ALEJANDRO PAGNI / AFP)
Porque los Mundiales, más allá de todos los negocios que giran a su alrededor (no en vano explotó el FIFAgate con esquirlas y manchones para todos los güines), le devolverán cierto poder a los países (llámese federaciones) que son los dueños de la materia prima de la industria. O sea, de los jugadores. Y de ahí la movida, propia de un gran maestro de ajedrez, de Infantino. Un Mundial cada dos años implica ver a Messi, lo que queda de carrera de un Messi vigente, y sus lanceros con la camiseta de la Selección Argentina más seguido. Y los ejemplos se pueden suceder entre las 211 asociaciones que componen el mundo FIFA. Que la marca país le gane la pulseada a esos pocos que se apropiaron, a fuerza de poder económico, del negocio. Y que la FIFA vuelva a ser el gran titiritero de la pelota desde el el centro del escenario.
¿A favor o en contra? Quién puede estar en contra de tener más cerca (o más seguido) a los mejores del mundo con la camiseta de su país con mayor rotación de anfitriones y con la idea de volver a tener un Mundial en casa o cerca de casa. La pregunta, sin embargo, no lleva a ningún lado sin responder otra pregunta que es prioridad. ¿Es posible o es imposible? Habría que ver cómo se acomodan los calendarios, cómo se juegan o se acortan las Eliminatorias y cómo sigue siendo rentable el negocio para los que hoy son los dueños del negocio.
En los últimos tiempos se vivieron varias pequeñas guerras en ese sentido. Primero la inconclusa revuelta de los gigantes de Europa contra la UEFA a partir de la creación de la frustrada Superliga que sigue latente. Luego, el tiroteo entre federaciones y clubes por la cesión de jugadores (americanos, asiáticos y africanos) para sus selecciones en las recientes fechas de Eliminatorias en tiempos de pospandemia. Ahora viene la batalla final. Habrá un vencedor y un perdedor. Y en el medio quedarán otra vez los futbolistas.
Una nota publicada por Clarín hace un par de semanas profundizó sobre un informe difundido por el sindicato internacional de futbolistas (FIFPRO) que indicaba que algunos jugadores recorrieron más de 200.000 kilómetros -el equivalente a dar la vuelta al mundo cinco veces- en las últimas tres temporadas como producto de esa maquinaria que no se toma descanso.
Uno de los ejemplos utilizados por FIFPRO es el de Nicolás Tagliafico, jugador del Ajax y la Selección Argentina: disputó 160 partidos en 3 temporadas, sumó 350 horas de viaje, que representan 258.682 kilómetros (más de 6 vueltas alrededor del planeta) y asimiló 126 cambios de zona horaria. El ex Banfield e Independiente recorrió el triple de kilómetros que Daley Blind, su compañero de defensa del club más grande de Países Bajos.
Tagliafico, un trotamundos Foto: EFE/Juan Ignacio Roncoroni
La FIFA, más allá de sus ideas, debe cuidar a su materia prima. Sin buenos futbolistas (descansados) no hay buenos espectáculos.
Marcelo Bielsa, un sabio, ofreció una solución austera. “El problema principal es que hay más partidos que los que se pueden absorber. Entonces, la justificación para que haya tantos partidos y tanta competencia es que el fútbol es muy caro por lo que cuestan y ganan los futbolistas y todos los implicados en el deporte. Mi posición es frenar la inflación en el fútbol, el costo exagerado de los honorarios y del valor de los jugadores, jugar menos, que el juego sea mejor, reducir el precio de las entradas para que los espectadores puedan ir a ver fútbol e invertir mucho en formación para que haya muchos más jugadores buenos”, recomendó el Loco que tiene muy poco de loco.
Seguramente no tendrán eco en Infantino las palabras de Bielsa. Y menos en los jeques, los empresarios y aquellos que usan el fútbol como plataforma de lanzamiento de las arenas políticas. Y ahí estará el famoso quid de la cuestión. Ser o no ser. Cambiar o no cambiar. Mundiales cada cuatro años o cada dos. El que se quede con el mango de la sarten tendrá la oportunidad de hacer que el juego y la pasión que genera no mueran en manos de unos pocos. O al menos hacernos creer, con espejitos de colores, que persiguen ese sueño como excusa de un espadeo por el vil dinero.